En épocas electorales vemos una profusión de mensajes y propaganda de los aspirantes a cargos de elección popular que saturan el paisaje, los espacios informativos, las frecuencias de radio y televisión, y las redes sociales. Por ello la construcción de candidaturas hace evidente el gran negocio que representan las consultorías y empresas de marketing político.
Los consultores de imagen y los estrategas publicitarios son los ideólogos de hoy. Ser asesor de imagen de un figurón de la política o de un aspirante a la presidencia o gubernatura representa, sin duda, estar en el lugar y en el sitio correctos.
Merced a la pobreza del debate público y a la banalización de la información que crea una opinión pública mediatizada y acrítica, la oferta en el mercado electoral se circunscribe a la venta de productos surgidos de conceptos publicitarios.
La formulación de proyectos de desarrollo, programas de acción o las plataformas electorales lamentablemente se han venido convirtiendo en meros formulismos, en engorrosos trámites que por ley tienen que cubrir los partidos ante las instancias electorales o en material para reuniones y eventos para la foto. Cubierto este requisito, empieza entonces la tarea de los image makers, los gurús de la publicidad, que son quienes definen lo que debe hacer o decir un aspirante y delinean frases de impacto, que le lleguen al votante, las mejores poses, el peinado lucidor, la imagen de energía o bonhomía del candidato, el baile, el saludo y todo lo que creen gusta al potencial elector.
En ese escenario emerge el papel fundamental que tienen los medios de comunicación y las redes sociales en esta historia, como el vehículo para que los estrategas del marketing hagan llegar sus productos al elector-consumidor. Los medios tradicionales y digitales se convierten así en la caja de resonancia de la competencia política, pero aún más: gracias a su creciente influencia en la vida pública y a su innegable poder son hoy en día los grandes electores, jueces y parte del proceso político-electoral en México.
Por regla general los ciudadanos conocemos de nuestro entorno y del debate político lo que los medios quieren. Lo que esté convenido con los propios políticos, lo que quiere el anunciante, los mensajes que se mandan los diversos actores a través de columnas o espacios de opinión, es lo que vemos o leemos los ciudadanos. Se imponen temas, se arman escándalos, se crucifica al político o se ensalza hasta la saciedad al que paga. Vemos comunicadores habilitados como jueces y presenciamos como la clase política toda rinde pleitesía a los dueños de las televisoras, a los periódicos de gran circulación, al columnista influyente, al conductor del noticiario de televisión y al reportero estrella. Como vemos en redes sociales un alud de mensajes, comentarios y publicidad política disfrazada, en un entorno sin regulación y donde el anonimato permite la manipulación o guerra sucia descarnada, que contribuyen a la confusión y la falta de elementos objetivos para decidir. Esas son las reglas del juego de la comunicación política moderna.
Bajo esas condiciones ¿tiene el ciudadano común elementos de juicio precisos para acceder al debate público y a un diálogo racional sobre los grandes temas nacionales o locales? La respuesta es más que obvia y el panorama poco alentador. Se establece un círculo vicioso: el candidato y su partido político prometen –venden imagen e ilusiones- y los ciudadanos compran sin mayores elementos de juicio, aún a sabiendas de que el artículo que compran no puede devolverse.
El ascenso al poder de políticos y grupos de interés que poco o nada tienen de democráticos puede darse hoy gracias a calculadas estrategias de comunicación y marketing, como en el pasado se dio con efectivos aparatos de propaganda sobre todo en los regímenes fascistas. Y hoy como ayer el mejor caldo de cultivo para que ello sea realidad es la conjunción de varios factores entre los que sobresale la existencia de una ciudadanía desinformada o mediatizada.
Nadie puede negar el importante papel que desempeñan los medios de comunicación al abrir la mayoría de ellos, ya sea por convicción o conveniencia, el debate público sobre las insuficiencias y lacras del sistema político mexicano y los excesos de un presidencialismo exacerbado sin contrapesos ni fiscalización, lo mismo que ventilar casos de corrupción y tráfico de influencias al interior de los propios partidos políticos y en la administración pública.
Esa función social de los medios debe fortalecerse y pugnar porque cada vez sean menos los resortes y mecanismos de banalización de la información y de la cultura que enturbian la percepción del ciudadano sobre el debate político-electoral.
Dejemos que los consultores de imagen hagan su trabajo, que los medios vendan sus espacios a la publicidad política, pero que se deje fuera a la línea editorial. La credibilidad es el activo número uno de la prensa y esa no se adquiere sino honrando la tradición del periodismo crítico y objetivo, el que tanta falta le hace a este país.
Las épocas electorales ponen a prueba a los partidos y sus candidatos, pero desde luego que sirven como termómetro para medir la seriedad y credibilidad de las agencias de marketing, las empresas encuestadoras y, como no, de los propios medios de comunicación y los comunicadores.