Por: Silvia Susana Jácome G.
El día de hoy, las calles y los escaparates de las pequeñas, medianas y grandes ciudades se colmaron de globos en forma de corazón, de chocolates, de arreglos florales, de muñecos de peluche y de todo tipo de objetos que nos recordaron, como cada año, que “el amor es una cosa esplendorosa” y que “lo único que necesitas es amor”.
Como si hiciera falta. Y es que todos los días, y a toda hora, nuestra sociedad nos recuerda la importancia del amor. Pero poco se habla del amor maduro, consciente, libre; no, ese lo dejamos para las y los especialistas, si acaso para las feministas que, ya sabemos, “nada les parece”. No, del amor que hablamos es de lo que conocemos como amor romántico. Ese que alcanzaremos cuando encontremos a la media naranja; ese amor que será el verdadero y para toda la vida; ese que nos hará sentir mariposas en el estómago y emprender todas las batallas con tal de obtener la aprobación del ser amado. Sí, justo lo que cuatro siglos atrás hacía don Quijote de la Mancha en aras de su amada Dulcinea.
Es curioso; hasta la intención de Miguel de Cervantes al escribir El Quijote fue distorsionada. Se sabe que la novela de Cervantes fue una burla a las novelas caballerescas de la época que enaltecían al hombre cuyo único propósito en la vida era complacer a la amada, y que era capaz de no comer, de no dormir y de matar gigantes o dragones, inspirado en el amor. Hoy, en cambio, y seguramente sin que al manco de Lepanto le haga mucha gracia, el amor de Don Quijote por Dulcinea es equiparable al que Dante sintió por Beatriz o Romeo por Julieta. Curiosamente, ninguna de estas tres parejas lograron vivir un amor estable.
Los cuentos y las películas también se han encargado de alimentar el mito del amor romántico. Y, hoy en día, nos tropezamos con numerosas jovencitas que esperan la llegada del Príncipe Azul; y con chicos que viven frustrados porque no han encontrado a su media naranja.
La realidad, sin embargo, es bien distinta. Nos topamos con parejas de novios en donde la violencia es el pan de cada día; con divorcios que evidencian que el amor eterno apenas y dura unos cuantos años, a veces meses; con infidelidades, con parejas que terminan por problemas económicos… y así podríamos seguir enumerando casos que ponen de manifiesto que las premisas del amor romántico son falsas.
Alguien –inspirado en este mismo contexto del amor romántico- me podrá decir que todo eso ocurre porque no se ha encontrado “al amor verdadero”. ¿Y entonces?, ¿las mariposas en el estómago que sentíamos en un principio eran por un falso amor?, ¿los cientos de pruebas que en un principio estábamos dispuestas y dispuestos a afrontar fueron inútiles?; ¿o cómo diablos saber cuál es el amor verdadero y cuál es una burda imitación?
Lo triste del caso es que no hay una varita mágica que nos permita reconocer al amor verdadero. Tampoco existen las hadas madrinas que nos ayuden a alcanzarlo, ni mucho menos las pociones mágicas que provoquen que aquel hombre o aquella mujer que tanto nos gusta caiga de rodillas a nuestros pies.
La única explicación a todo esto es que el amor romántico es una construcción cultural que nos han sabido vender muy bien y que muchas y muchos de nosotros hemos comprado –y a veces pagado montos enormes- porque la sensación que nos invade en un principio resulta maravillosa.
Sé que reducir el encanto del amor a proceso neuroquímicos es una bofetada a Cupido. Romeo y Julieta, Dante y Beatriz, el Quijote y Dulcinea nos odiarían por decirlo. Pensándolo bien, creo que ni Beatriz ni Dulcinea lo harían; ellas, a diferencia de Julieta, nunca estuvieron enamoradas, eran simplemente el objeto idílico que sus respectivos enamorados encontraron para justificar sus hazañas. Y vaya que lograron epopeyas dignas de consideración. Atravesar el infierno y el purgatorio para finalmente encontrar a la amada en el paraíso, no es poca cosa. Y luchar contra molinos de viento, tampoco.
Pero, la verdad, y perdón que sea tan poco romántica en estos días, es que el enamoramiento que nos provoca las mariposas en el estómago y que nos lleva a matar dragones por nuestra amada o amado, no es más que una serie de reacciones cerebrales que responden a ciertos estímulos con sustancias como dopamina, serotonina, oxitocina y otras que generan ese bienestar. Es, para decirlo claramente, como una droga cuyos efectos distan mucho de ser eternos.
Las y los especialistas sostienen que pasado el efecto de esa droga –que puede ir de unos 4 meses a un año, aproximadamente- suelen pasar dos cosas: o nos damos cuenta de todos los defectos del ser amado y, entonces, salimos corriendo; o nos damos cuenta que a pesar de sus defectos la presencia de esa persona nos genera bienestar. Si ocurre esto, entonces podemos hablar de un vínculo amoroso que poco a poco se empieza a formar. Y dependerá de ambas partes ir fortaleciendo ese vínculo sabiendo –a pesar de lo triste que esto pueda ser- que ese vínculo se podrá romper en algún momento. No hay ninguna garantía que nos permita suponer que es para siempre.
Hay que subrayar que no existen reglas infalibles para que esos vínculos se mantengan mucho tiempo. Pero sí hay acciones y actitudes que pueden ayudar. Lo primero es estar consciente de la fragilidad del vínculo. Ayuda mucho, también, despojarnos de todas esas ideas del amor romántico, empezando por la de la media naranja o la creencia de que el amor todo lo puede. No somos la mitad de nada; somos seres completos que en un momento dado podemos decidir unir parte de nuestras vidas con otras personas; pero mi existencia no depende de esa otra persona. Y el amor no todo lo puede; en ocasiones, eventos tan terrenales como una crisis económica o un nuevo empleo terminan por lastimarlo.
Dejemos, también, de pensar que mi felicidad depende de mi pareja. Es una carga enorme que nadie puede llevar sobre sus hombros. Yo no soy feliz gracias a tu amor; no, yo soy feliz porque he construido un estado de bienestar en mi persona y desde este lugar decido compartir parte de mi vida contigo, pero no dependo de ti, no genero lazos de codependencia. Y fíjese que dije “compartir parte de mi vida”. Somos dos seres autónomos e individuales, con nuestros propios proyectos y con proyectos en común, pero no somos siameses unidos con cadenas irrompibles.
Y una última cosa. Según profesionales que han estudiado el tema, a lo largo de la vida tendremos un promedio de siete “amores de mi vida”. Haga cuentas, a lo mejor todavía le faltan algunos amores por conocer. (silviasusanajacome@outlook.com)